Un cuentito de Aida Bortnik
Vivimos la dictadura, con distinto grado de conciencia de lo que estaba pasando.
Gente querida de Ami, desapareció... entre ellos un señor que le enseñó una bella canción infantil, La gatita Carlota, que fue canción de cuna de nuestras 3 hijas, y que estimo que lo será también de nuestros nietos.
Ella conoció de cerca el "patio de atrás" que refiere el cuentito...
Yo, a pesar de que no conocí a ningún desaparecido (evidentemente vivía en el patio de adelante, el "de los actos"), tengo muchos recuerdos, muy vívidos, de aquella época, en la que el común denominador fue que me sentía (y efectivamente estaba), muy solo...
Para mi fortuna para el año ´78, encontré refugio en una revista que me llegó gracias a mi atracción innata hacia los chistes, la cual, amplió mi conciencia y me dio un enfoque de las cosas que hoy mantengo y del que me siento muy orgulloso.
Se trata de la revista Hum(R).
Hoy aprovechamos el día juntos y estamos muy contentos por el feriado... pero no solo por el fin de semana largo, sino mas bien, porque este día libre nos permite reflexionar en familia... porque gracias a esta movida que institucionalizó el "Día de la Memoria", nuestras hijas hablan en el colegio de esta historia (que al fin y al cabo es nuestra propia historia), aprenden, se interesan por saber... y el que sabe... está bien preparado para no caer en los mismos errores una y otra vez.
Como parte del ejercicio de memoria, bajé del altillo (literalmente, je) algunas de mis revistas Hum(R) de aquellos tiempos y encontré (recuperé, debería decir mejor), este cuentito que en aquella época se grabó a fuego en mi corazón y que nos resulta muy apropiado para compartir en un día como éste (parece largo, pero vale la pena... vamos, que es solo una carilla de la revista!!!).
Un abrazo.
El corazón de Celeste
(Aida Bortnik, publicado en el número 84 de la revista Humor de junio de 1982)
Celeste iba a una escuela que tenía doble patio.
En el de adelante, se hacían los actos.
Miraban la fila derechita, tomando distancia en el medio del patio. Y nadie se reía.
Y cuando la Maestra golpeó las manos para indicar que se había terminado el castigo, Celeste fue la única que no se estiró, ni se quejó, ni se frotó el brazo, ni marcó el paso hasta el aula.
Cuando se sentaron, comenzó a mirar fijamente a la Maestra.
Como miraba en el pizarrón las palabras nuevas, las que no sabía qué querían decir, ni para que servían, exactamente.
Nunca había contado el castigo en su casa. Seguramente su madre habría hecho un comentario acerca de lo difícil que debía ser, para la “pobre Maestra”, lidiar con tantas desobedientes. Seguramente alguno de sus hermanos, se habría reido.
Pero lo peor era que, seguramente, la tía hubiera pensado que era una buena idea. Y los hubiera puesto alguna vez en fila a los nueve con el brazo extendido, así que nunca había contado el castigo en su casa.
Esa noche, cuando lo acostaba, su hermanito volvió a preguntar: “y cuándo voy a ir a la escuela?”.
Pero esa noche ella no se rió, ni le contestó cualquier cosa. Se sentó y lo abrazó un rato como hacía siempre que se daba cuenta de que era tan chiquito y sabía tan poquito todavía. Y apretó más el abrazo porque se lo imaginó de repente, en medio del patio, con el bracito extendido tomando distancia, con el cuerpo duro, sintiendo frío y rabia y miedo, en una fila en la que todos eran chiquititos como él...
Y la siguiente vez que la Maestra se enojó con el grado, Celeste ya sabía lo que tenía que hacer.
No levantó el brazo.
La Maestra repitió la orden, mirándola con un poquito de sorpresa.
Pero Celeste, no levantó el brazo.
La Maestra se acercó y le preguntó casi preocupada qué le pasaba.
Y ella se lo dijo.
Le dijo que el brazo dolía después. Y que todas tenían frío y miedo. Y que uno no iba a la escuela para sentir dolor, frío y miedo.
Celeste no se oía a si misma, pero veía la cara de la maestra mientras ella hablaba. Y era una cara muy rara, muy rara. Y las compañeras le dijeron después que hablaba muy alto, no gritando, pero muy alto. Como cuando uno dice un poema de esos de palabras grandes, parada arriba de la tarima, en el patio de adelante. Como cuando todas saben que están en un acto solemne y que se habla de cosas importantes, que pasaron hace mucho, pero que se recuerdan porque el mundo mejoró después de aquel día.
Y casi todas empezaron a bajar los brazos. Y después volvieron al aula. Y la Maestra escribió una nota con tinta roja en su cuaderno. Y cuando su padre le preguntó qué había hecho y ella se lo contó, su padre se quedó mirándola durante un largo rato... pero como si no la viera a ella, sino a alguna otra cosa que estaba adentro o más allá de ella y después sonrió y firmó sin decir nada.
Y mientras ella ponía el secante sobre la firma, él le pasó la mano por la cabeza, muy suavemente, como si la cabeza de Celeste fuera algo muy, muy frágil, que una mano pesada podía quebrar.
Esa noche Celeste casi no durmió, porque tenía una sensación muy extraña en el cuerpo. Una sensación que había comenzado cuando no levantó el brazo, en medio de la fila: la sensación de que algo crecía adentro del pecho. Ardía un poco, pero no era doloroso. Y pensó que , si a uno le crecen las piernas y los brazos y todo eso, lo de adentro también tiene que crecer. Pero las piernas y los brazos crecen sin que uno se de cuenta, parejo y de a poquito.
Y el corazón debía crecer así, a saltos.
Y le pareció un pensamiento lógico: el corazón crece cuando uno hace algo que no había hecho nunca, cuando uno aprende algo que no sabía, cuando uno siente algo distinto y mejor, por primera vez.
Y la sensación extraña, le pareció buena.
Y se prometió a sí misma que su corazón seguiría creciendo, y creciendo y creciendo.